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jueves, 4 de marzo de 2021

EL “YO MISTERIOSO” DE DIONISIO RIDRUEJO

     


    Como decía Gabriel Marcel, cuando la muerte se lleva a alguien, nos deja su “yo misterioso”.  Una y otra vez, la misteriosa entidad brilla en la conciencia, siempre inasible, como son las cosas del alma. Por descontado que no todos los “yoes misteriosos” que nos visitan son del mismo rango. Hay visitas tristes, otras alegres, muchas meramente informativas y algunas, las menos,  nos influyen. 
     El “yo misterioso” de Dionisio Ridruejo (1912-1975) me visita  por cualquier motivo,  a raíz de una fotografía, de comentario, de un libro, pero sobre todo cuando me hace falta, cuando me siento vencido y absurdo. Me reanima  y me centra. A veces me basta con “verlo” sentado a su mesa de trabajo, rodeado de montañas de papel, para sentirme en mis cabales. No exagero.    

   Con el Ridruejo histórico mis contemporáneos se han hecho un buen lío, hasta el punto de que sólo saben dar vueltas a lo mismo. Como fue un fascista cuando era joven, el tema de su conversión al liberalismo democrático consume la escasa atención disponible.

   La derecha no le ha perdonado su enérgica oposición a Franco y la izquierda esos orígenes. Como se considera mucho peor haber sido fascista que haber sido comunista, Dionisio Ridruejo, la figura histórica, levanta ampollas. Para algunos, no necesariamente ágrafos –como Francisco Umbral o Ramón Tamames, por ejemplo–, lo más cómodo es insinuar que no era para tanto. Habiendo sido un fascista, ¿cómo reconocerle algún mérito, alguna grandeza? 

     El caso es que el yo misterioso que me visita se encuentra muy por encima de la soporífera polémica que suscita el personaje histórico. Se me aparece en relación a mis personalísimas inquietudes. Por ejemplo, cuando me veo apeado de la dimensión poética por unas circunstancias antipoéticas, ¿cómo no acordarme de él, capaz de poetizar en el campo de batalla o en una celda?

     Su yo misterioso me viene puntualmente a la memoria cuando me veo escindido entre la teoría y la praxis, caído del lado de aquella e incapaz de salir de mi torre de marfil.

 

La excepción necesaria… 

   Su yo misterioso supera, con mucho, los límites del intelectual contemporáneo, ya morbosamente proclive a hacer de su impotencia una virtud. Si no fuera por él, lo consideraría inevitable… El Dionisio Ridruejo que yo conocí era capaz de actuar conforme a lo pensado, con todo el cuerpo además, sin ninguna red de seguridad,  sin hacer ningún aspaviento, sin asomo de exhibicionismo. En este sentido, sigue siendo para mí un ejemplo de intelectual comprometido, justo lo contrario de un bocazas y de un vanidoso.

    Su yo misterioso, en relación con ello, me recuerda que, por encima de los intereses materiales e incluso de la propia supervivencia, hay compromisos más altos para un intelectual, empezando por el compromiso con la verdad, que no por esquiva se deja traicionar impunemente.

    Ya damos por sentado que un hombre de letras, como cualquier mortal, está autorizado a obrar en función de su cuenta corriente. Nos hemos cargado la herencia de Lessing con la mayor frescura:  estamos muy contentos con nuestra condición de intelectuales orgánicos. Pero he aquí que  en presencia del yo misterioso de Dionisio Ridruejo semejante contentamiento se deja ver como lo que es, una   indignidad,  una vergüenza.

    Es inevitable recordar al hombre que voluntariamente dio con sus huesos en la cárcel de Carabanchel, al hombre cuya mesa de trabajo llegó a estar embargada por la imposibilidad de pagar sus multas por “delitos de opinión”. Su yo misterioso me lo muestra sonriendo en el preciso momento de recibir una inquietante citación judicial. Ridruejo parecía siempre en disposición de renunciar, por su libertad interior, a todos los bienes de este mundo. 

   En la misma línea, su yo misterioso me instruye sobre la posibilidad de mantener el ánimo sereno en las peores circunstancias. Claro que para un hombre como él, templado en el infierno de Possad, a cuarenta grados bajo cero, ciertas amenazas eran un juego de niños, pero la lección es imperecedera. Se puede… Y mis debilidades son ciertamente eso, debilidades, de las que –por su culpa–,  no puedo extraer ninguna autojustificación. 

    Su yo misterioso me recuerda que la valentía sigue siendo una virtud, aunque no caiga del cielo. Podemos imaginarlo igual a sí mismo, en su casa, al calor de la amistad, celebrado o condenado, libre o preso. Fue un campeón del ser, ya que no del tener. Por eso me hace bien su yo misterioso. Porque me recuerda que una existencia auténtica es posible, que no estamos todos  condenados a una existencia banal. Pero, claro, para acceder a ella y no descender, hace falta esa valentía. 

    Algunos creen que Ridruejo era una especie de asceta, un estoico pagado de sí mismo y propenso al sacrificio, pero no. Su yo misterioso me lo muestra disfrutando de la vida, de la naturaleza y del ser, pero también saboreando un buen cognac, o justipreciando una corbata de seda. Tenía buen gusto, y causaba un gran placer verlo disfrutar con colores y formas, con pequeñeces bonitas, no necesariamente caras. No le hacía ascos al lujo. Lo que añade a su yo misterioso un registro gratísimo, pues  no le ataba en ningún sentido. Lo tomaba y lo dejaba con idéntica naturalidad, sin pontificar al respecto. No era un burgués, aferrado a cosas materiales  y al hábito de calcular. 

       En definitiva, no se parecía a los “revolucionarios ascéticos”, tan peligrosos para la humanidad, de los que me enseñó a desconfiar. Hasta la pereza, la bendita pereza, tantas veces vituperada, tenía un lugar en su vida, en su forma más pura, pero también como recogimiento del alma, como recurso para incubar sus grandes decisiones.

   Tenía, por supuesto, un trasfondo ascético, de castellano viejo, pero no se veía dominado por él, ni tenía la pretensión de imponérselo a su prójimo. Poseía un registro hedonista, probablemente inseparable de su habilidad para mantener en buen estado a su niño interior. Amante de la belleza, vivía en ella, pero cuando las cosas venían mal dadas, se refugiaba habilidosamente en su estoicismo. 

   Y esto es lo más interesante: a diferencia de los estoicos comunes, no era un conservador. Sin darse cuenta, me enseñó que el estoicismo no es necesariamente un camino de acomodación y servidumbre. A juzgar por su yo misterioso, puede ser un recurso de emergencia para conservar la libertad interior.

   El yo misterioso de Dionisio Ridruejo se me presenta cuando me veo ante mis propios ideales rotos o traicionados, cuando coqueteo con alguna forma de rendición. 

    

Más invitaciones a la excelencia

    Ante la quiebra de su idealismo juvenil, Ridruejo sufrió lo indecible, pero no se rompió ni se pasó de rosca. Se sobrepuso admirablemente, en el sentido rilkeano del término. 

    El joven fascista se transmutó en un socialdemócrata, ya con la disposición de volver a jugarse el tipo por el nuevo proyecto surgido de la autocrítica y la madurez. La lección no puede ser mayor.  Tras el derrumbe de los ideales, lo normal es dejarse caer en el vasto piélago de los descreídos, buscar la acomodación a la realidad en términos tan rastreros como haga falta. 

    Así, grandes idealistas se han convertido y se convierten ante nuestros ojos en tristes caricaturas de sí mismos. Hoy precisamente, cuando el tránsito de la izquierda a la derecha sin escalas ni razones es algo más que una moda, el yo misterioso de Dionisio Ridruejo brilla con particular intensidad. Entre otras cosas porque él fue de la derecha a la izquierda, donde, como es fama, no se reparten los premios gordos.

     Su yo misterioso me recuerda, desafiantemente, que la crisis del idealismo juevenil no es el final del camino: él depuró sus ideales, sin romperse, y echó a andar de nuevo. Y esto es lo grande, el rasgo que distingue a su yo misterioso de otros que andan flotando por allí. 

   Un desencanto político puede ser tan pernicioso y fatal como un desencanto amoroso. De allí que muchos desencantados se instalen en el cinismo, en plan Curzio Malaparte, dándonos a entender que éste es el condimento de toda lucidez que se precie. Dionisio Ridruejo llegó a ser un gran realista, pero nunca contempló a la humanidad desde semejante atalaya. Prefirió “volver a las andadas”, sobre una nueva base.  Ni autodestructivo ni destructivo, ¿cómo no lo voy a admirar, cada vez con mayor conocimiento de causa?

    Creo que a Ridruejo ni se le pasó por la cabeza aprovechar su conocimiento de la realidad en beneficio propio, de su bolsillo o de su prestigio literario. De allí que siguiese trabajando con la vista puesta en la socialización de la riqueza. Ésta ya no estaba a la vuelta de la esquina, ni vendría como resultado de un golpe de mano maximalista; se había alejado, debía ser conquistada democráticamente, no se podía confiar a las buenas intenciones de una minoría mesiánica, pero, dato capital, no había desaparecido de su horizonte. De modo que cuando yo la olvido, cuando dejo de verla, le recuerdo, nuevamente asociado a la voz de mi conciencia.

    Hay, por supuesto, algo enigmático en todo esto, y allí está la gracia, en el secreto del personaje. Lo que a mí me maravilla, lo que me lleva a reclamar su yo misterioso en caso de necesidad: su condición de hombre completo en el sentido renacentista del término. Hasta tenía la muy apreciada sprezzatura que Castiglione consideraba el rasgo distintivo del “hombre de calidad”: lo hacía todo –poetizar, pintar, enfrentarse a la dictadura– con cierto descuido o naturalidad. No era maquinal en ningún sentido. 

   En una época de especialistas y de irresponsables “hombres intermedios”, el yo misterioso de Ridruejo nos habla de  un hombre contemplativo y de un hombre de acción, de un poeta y un político, de un hombre a la vez hogareño y mundano, simultáneamente dionisíaco y apolíneo, afable y fuerte, afectuoso con el prójimo, heroico pero nada masoquista. 

    Ridruejo no debería perderse en un pliegue de la historia. Conviene tenerlo a la vista, como recuerdo de ciertas potencialidades humanas irrenunciables, como antídoto contra el empequeñecimiento que nos aflige. Como paradigma humano, semejante yo misterioso puede acomplejar con sus visitas porque a nadie le gusta que le recuerden sus limitaciones y miserias, pero, afecto y admiración mediante, siempre se sale ganando…